Mientras espero el fallo de la Cámara de Apelaciones aprovecho para cumplir un compromiso que asumí en un post anterior respecto de los padecimientos de Constantino en la escuela Santa Rosa de la Capital Federal.
Constantino tiene nueve años, está en tercer grado y no sabe leer. La razón: es disléxico.
Actualmente le asisten un maestro integrador y un acompañante terapéutico pero durante tres largos años debió sufrir solita su alma la tortura diaria a la que le sometían maestras ignorantes y caprichosas a las que nunca se les ocurrió pensar que el chico podía padecer alguna deficiencia neurológica como la dislexia, y más aún, cuando finamente un equipo interdisciplinario se la diagnosticó se negaron a reconocerlo y pusieron manos a la obra para echarlo de la escuela «porque era un niño indisciplinado».
Baste para retratar este tratamiento discriminatorio propio de bárbaros que recibió mi hijo el hecho de que el último año no iba al grado sino que se pasaba en la Dirección de la escuela «para que no moleste en el aula» algo que me contaron al final del ciclo.
No es mi intención escribir aquí un tratado sobre la dislexia, baste decir que es una deficiencia neurológica que va mas allá de la dificultad para la lectura y que se estima que un 20% de los chicos en edad escolar la padecen en algún grado y los docentes no son capacitados por el sistema para detectarlos y mucho menos para tratarlos.
El niño disléxico sufre horrores en la escuela porque no puede entender lo que la mayoría de sus compañeritos entiende fácilmente y por eso se vuelve agresivo, indisciplinado, desatento e insociable.
Ni la sociedad ni las autoridades estatales de la Capital se ocupan de estos verdaderos marginados sociales que hay en todas las escuelas y que no pueden aprender con los métodos tradicionales porque su mente tiene un cierto tipo de conformación neuronal que le dificulta la memoria inmediata y su facultad de asociación es diferente al resto de los mortales.
Eso nada tiene que ver con su inteligencia (Einstein lo era, Bill Gates lo es y muchos personajes relevantes de la historia también) pero sí con su conducta y con su inteligencia emocional ya que la frustración que le provoca cuando niño se manifiesta en actitudes que maestras ignorantes no pueden sino atribuir a la mala educación en la casa o al carácter caprichoso del chico.
Y aquí viene lo mejor: el que le hizo ese regalo fue su padre.
¿Como lo sé? Porque se le escapó al muy estafador sin querer en un mail hace pocos meses que él es disléxico, pero que se había curado, lo cual es mentira porque la dislexia además de ser hereditaria no tiene cura simplemente porque no es una enfermedad, y es más, si no se trata de chico produce graves alteraciones de la conducta cuando adulto, al extremo que algunos especialistas dicen que pueden ser genios o asesinos con la misma facilidad.
Ahí entendí muchas cosas de su conducta que me intrigaban durante mi noviazgo y matrimonio y que finalmente me llevaron al divorcio, no sólo era sicópata sino para colmo de males, disléxico.
También entendí el porqué de su obstinación en dañarme moralmente quitándome a mis hijos: el disléxico adulto no tratado manifiesta su impotencia sobreactuando todo, tratando siempre de ser el más alfa de los machos, aunque en su interior sepa que es la inseguridad lo que lo impulsa.
Así que ocultarme ese dato fue la causa de la destrucción de nuestro matrimonio, porque de haberlo sabido a tiempo hubiéramos buscado un sistema de convivencia compatible con sus limitaciones y su visión del universo y de la vida, y lo que es más importante, le hubiéramos evitado a nuestro hijo las vejaciones y sufrimientos a que fue sometido en la escuela.
En su frustración JD me había convertido a mí en una especie de lazarillo para disimular sus carencias y descargar sus resentimientos, de ahí el odio que hoy me profesa por haberlo «abandonado a su suerte», odio que lo empuja a poner cuantiosos recursos económicos en la tarea usar a la Justicia para destruirme como persona mientras le retacea a sus hijos la obligación alimentaria para presionarme.
La verdad, cuando me enteré por él mismo de que JD era disléxico me cayó como un baldazo de agua fría, no sólo por la doblez y la indignidad de habérmelo ocultado tanto tiempo sino porque me había nacido una nueva y tremenda responsabilidad: que mis hijos no cayeran en manos de un discapacitado funcional no tratado.