Hacia el round final

0012610984Y si, casarse con un extranjero de buena posición económica e irse a vivir en París, Londres, nueva York o San Pablo representa una tentación casi irresistible para una jovenzuela de veinte y pico de años como era yo cuando conocí a JD en Machu Pichu. Construir una vida en común en una urbe del primer mundo, conocer gente distinta, realizarte en tu profesión, viajar, tener hijos, en fin toda un aventura maravillosa … que luego generalmente se convierte en un drama que parece ser interminable.

En realidad, que te cases en Francia sólo adquiere importancia real cuando tus hijos nacen allí, porque a partir de ese momento esa sociedad vampiro tenderá su telaraña cultural y judicial sobre los niños apañando cualquier conducta violenta o morbosa de tu pareja francesa con tal de que los chicos no puedan escapar de su territorio, sobre todo en los primeros años de vida que es cuando se forma la personalidad del individuo. En cambio, si no tienes hijos, en cualquier momento puedes mandar a tu marido a freír monos y volver a tu país y a tu cultura.

Esto es lo repugnante de su sistema: los niños son las cadenas con las que te mantienen prisionera de este mecanismo diabólico que te obliga a soportar a un energúmeno engreído, violento y manipulador (o con peores vicios) con tal de que no te quiten tus hijos. Yo resolvi no someterme a esa degradación y opté por el divorcio, que el muy tramposo de mi marido primero aceptó y luego se retractó con excusas pueriles para jugar un juego perverso y retorcido.

Es que analizando a la distancia todo lo sucedido me doy cuenta de que su objetivo en realidad no es «recuperar» a sus hijos sino mantenerme en un estado de precariedad emocional hostigándome permanentemente con cuanto recurso encuentra su mente enferma. Lo malo es que su personalidad sicópata tiene como característica su habilidad para engañar a las personas, en este caso presentándose como un padre desesperado que lucha por recuperar a sus hijos raptados por una bruja malvada que se los llevó a su país y no los quiere devolver.

Así, hace pocos días me llamó una asistente social del Consulado Francés en la Argentina pretendiendo que le permitiera verificar las condiciones en que viven mis hijos. Cuando le pregunté el motivo me contestó que era «a pedido del padre, ciudadano francés» y en virtud de los «acuerdos consulares entre Francia y la Argentina ya que los niños también lo eran»

Cuando le consulté a mi abogado me dijo que de ninguna manera estaba previsto en ningún acuerdo la intrusión de personal del Consulado en la vida familiar de nadie  en la Argentina «ni a pedido del Papa». Lo que está previsto es que cuando un ciudadano francés, viviendo en otro territorio, se encuentra en estado de necesidad puede recurrir al Consulado en busca de auxilio económico, pero jamás el despropósito que estaban planteando.

Por supuesto mi respuesta estuvo teñida de la indignación que me produjo este atropello y entonces la funcionaria se mostró sorprendida de mi «agresividad» y me amenazó con tomar «otros caminos» ni bien regresara el Cónsul que se encontraba temporariamente fuera del país. Claro, lo de ellos no es «agresivo» ni ilegal, es «protectivo».

Lo cierto es que mientras tanto el reloj sigue corriendo hacia la definición de la contienda sobre la permanencia de mis hijos en la Argentina que ahora se encuentra en manos de los ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, que deben resolver el recurso de queja presentado por el abogado de JD cuando la Cámara le rechazó el recurso extraordinario. Si la justicia argentina fuera confiable no cabría otro resultado que el rechazo de la pretensión de mi marido, pero en  el contexto judicial tan voluble que todo el mundo conoce, el final es abierto.

Tres personas tienen ahora en sus manos el destino de mis hijos, tres personas que no se distinguen por su sensibilidad humana sino por su indiferencia hacia el dolor de madres e hijos.